(Escribí el siguiente texto de sala para acompañar la exposición individual "Rituales para habitar un cuerpo", de Esther Gámez Rubio, en el CEART Rosarito, Baja California, en el otoño de 2023. Salvo por su utilización en la exposición, el texto permanece inédito, por lo que me parece pertinente publicarlo aquí).
ESTHER GÁMEZ RUBIO. GERMINAR DESDE LA VOLUNTAD.
Wilfrido Terrazas
Pareciera que todo cabe en el generoso universo creativo de Esther Gámez Rubio (Hermosillo, 1980). El emerger y florecer de la vida, sí, pero también su decaimiento, la descomposición de las materias orgánicas que alguna vez fueron admirados, amados y vigorosos cuerpos humanos, animales, vegetales. La cultura absurda del desecho y la obsolescencia. La invención y sostenimiento arbitrarios del género y sus inequidades mezquinas. Las resistencias y transformaciones a las que estos invitan. El desierto, el mar. La flora, la fauna. La complejidad de la lucha humana, en especial, de las mujeres. La abstracción quizá otrora sólo propia de la música. Todo se descubre como palpablemente bello en la obra de esta renuente chamana de lo cotidiano, bruja de lo mundano, testigo y traductora de los ciclos de la vida, a la vez permanentes y transitorios.
Ante todo, Esther se reconoce como una artista que trabaja desde un lugar en particular. Un lugar que ella eligió, y nadie más, ni siquiera las circunstancias. Este ejercicio de la voluntad permea toda su obra. Esther es una artista necesaria, anclada hasta la raíz, en el que yo llamo el pueblo más raro de México. La Esther creativa no establece separación con la activista (de temas de género y ecológicos, sobre todo) ni con la gestora cultural (liderando proyectos vitales como La Covacha Colectivo o YerbaMala Arte y Gráfica). La simbiótica relación que Esther guarda con Ensenada, sin embargo, se muestra elocuente sobre todo en el fértil proceso de expansión que su obra ha experimentado en los últimos años.
Si bien su formación en las artes plásticas podría describirse como convencional, orientada hacia el establecimiento de un “oficio” sólido (y de ello dan cuenta su maestría en el dibujo, el grabado y el mural), el cúmulo de experiencias que pueblan la memoria e imaginación de Esther está claramente ligado a una corporeidad vital, a una necesidad y preferencia por la acción, que sobrepasa los linderos establecidos de su disciplina. Esta inclinación por el despliegue de una fisicidad casi compulsiva está seguramente vinculada a la práctica de la danza, expresión a la que Esther dedicó mucho tiempo en otras épocas de su vida. En los años más recientes, la artista ha expandido su práctica hacia medios menos convencionales, como el tatuaje, el bordado, la instalación y, quizá de manera más relevante, la proyección de visuales generados en vivo en colaboración con artistas de otras disciplinas, notoriamente músicos. Es justamente su encuentro con la música, y a través de ella, con la improvisación, lo que abrió nuevos caminos para Esther. Cultivar la improvisación la reconectó con la fuerza de su corporeidad creativa. Al colaborar en vivo con músicos, Esther se vio obligada a desarrollar un nuevo “oficio”, uno que no cuenta con el cobijo de la tradición disciplinar, pero que, en cambio, la orilló de nuevo a crecer desde la voluntad creativa que rige su espíritu. De sorprendentes maneras, la artista teje músicas visuales que dialogan, se interpenetran (¿se dan sentido, se edifican mutuamente?), con las músicas sonoras de sus colaboradores. Dicho en otras palabras, en su obra improvisatoria, Esther habita y construye, simultánea y paradójicamente, cual proverbial gato de Schrödinger, los discursos del tiempo y del espacio.
La fluida versatilidad que ha marcado su obra reciente refrenda la presencia imprescindible de Esther Gámez Rubio en su lugar y su tiempo. Su germinar en ellos, fruto de su denodada voluntad, nos invita a la acción, a ver y escuchar con el cuerpo, a ser semillas una y otra vez.
ESTHER GÁMEZ RUBIO. GERMINAR DESDE LA VOLUNTAD.
Wilfrido Terrazas
Pareciera que todo cabe en el generoso universo creativo de Esther Gámez Rubio (Hermosillo, 1980). El emerger y florecer de la vida, sí, pero también su decaimiento, la descomposición de las materias orgánicas que alguna vez fueron admirados, amados y vigorosos cuerpos humanos, animales, vegetales. La cultura absurda del desecho y la obsolescencia. La invención y sostenimiento arbitrarios del género y sus inequidades mezquinas. Las resistencias y transformaciones a las que estos invitan. El desierto, el mar. La flora, la fauna. La complejidad de la lucha humana, en especial, de las mujeres. La abstracción quizá otrora sólo propia de la música. Todo se descubre como palpablemente bello en la obra de esta renuente chamana de lo cotidiano, bruja de lo mundano, testigo y traductora de los ciclos de la vida, a la vez permanentes y transitorios.
Ante todo, Esther se reconoce como una artista que trabaja desde un lugar en particular. Un lugar que ella eligió, y nadie más, ni siquiera las circunstancias. Este ejercicio de la voluntad permea toda su obra. Esther es una artista necesaria, anclada hasta la raíz, en el que yo llamo el pueblo más raro de México. La Esther creativa no establece separación con la activista (de temas de género y ecológicos, sobre todo) ni con la gestora cultural (liderando proyectos vitales como La Covacha Colectivo o YerbaMala Arte y Gráfica). La simbiótica relación que Esther guarda con Ensenada, sin embargo, se muestra elocuente sobre todo en el fértil proceso de expansión que su obra ha experimentado en los últimos años.
Si bien su formación en las artes plásticas podría describirse como convencional, orientada hacia el establecimiento de un “oficio” sólido (y de ello dan cuenta su maestría en el dibujo, el grabado y el mural), el cúmulo de experiencias que pueblan la memoria e imaginación de Esther está claramente ligado a una corporeidad vital, a una necesidad y preferencia por la acción, que sobrepasa los linderos establecidos de su disciplina. Esta inclinación por el despliegue de una fisicidad casi compulsiva está seguramente vinculada a la práctica de la danza, expresión a la que Esther dedicó mucho tiempo en otras épocas de su vida. En los años más recientes, la artista ha expandido su práctica hacia medios menos convencionales, como el tatuaje, el bordado, la instalación y, quizá de manera más relevante, la proyección de visuales generados en vivo en colaboración con artistas de otras disciplinas, notoriamente músicos. Es justamente su encuentro con la música, y a través de ella, con la improvisación, lo que abrió nuevos caminos para Esther. Cultivar la improvisación la reconectó con la fuerza de su corporeidad creativa. Al colaborar en vivo con músicos, Esther se vio obligada a desarrollar un nuevo “oficio”, uno que no cuenta con el cobijo de la tradición disciplinar, pero que, en cambio, la orilló de nuevo a crecer desde la voluntad creativa que rige su espíritu. De sorprendentes maneras, la artista teje músicas visuales que dialogan, se interpenetran (¿se dan sentido, se edifican mutuamente?), con las músicas sonoras de sus colaboradores. Dicho en otras palabras, en su obra improvisatoria, Esther habita y construye, simultánea y paradójicamente, cual proverbial gato de Schrödinger, los discursos del tiempo y del espacio.
La fluida versatilidad que ha marcado su obra reciente refrenda la presencia imprescindible de Esther Gámez Rubio en su lugar y su tiempo. Su germinar en ellos, fruto de su denodada voluntad, nos invita a la acción, a ver y escuchar con el cuerpo, a ser semillas una y otra vez.