El presente texto fue redactado en 2015 y apareció, en una versión ligeramente modificada, en el libro Músicos en la Ciudad de México, editado por Todd Clouser y Zazil Collins en 2016.
IMPROVISAR, COMPONER, FLUIR
Wilfrido Terrazas
I
He sido músico por muchos años. Desde el principio me sentí atraído por el aura de misterio que, según yo, acompaña a todo acto musical. Como mi educación formal fue fundamentalmente de intérprete, improvisar y componer mantuvieron en mi percepción ese misterio intacto por mucho más tiempo (o quizá todavía lo tienen). No quiero decir que interpretar no tenga su propio misterio, pero, al menos para mí, interpretar siempre fue algo más natural y fácil de entender. De hecho, recientemente he comprendido que ser capaz de componer e improvisar ha ampliado mis habilidades de intérprete y me ha otorgado una creatividad que ciertamente puedo calificar de misteriosa, y que estoy seguro de no haber aprendido en la escuela.
Después de años de aprender, observar y practicar ambas, he llegado entender la composición y la improvisación de una manera muy sencilla. Considero que componer significa simplemente fijar cosas en la música. Todo aquello que quede fijo, es decir, que pueda repetirse o recordarse en una siguiente versión es para mí un acto de composición. En una feliz oposición complementaria, improvisar significa para mí hacer cosas que no estén fijas. Obviamente, esta idea representa una enorme y, quizá algo injusta, simplificación de una de las más complejas y ricas manifestaciones humanas. Sobra decir que hay muchos distintos niveles de “fijación” de materiales musicales. Con todo, esta manera de ver la composición y la improvisación me ha ayudado a clarificar mi propia búsqueda, es decir, me ayudó a entender qué música quería yo hacer.
Antes de proseguir, me gustaría hacer una breve digresión aquí para señalar otra manera en la que, a mi entender, composición e improvisación se relacionan frecuentemente. Después de cierto tiempo haciendo música, me parece que es inevitable llegar a integrar lo que llamo un mundo sonoro personal: un conglomerado de materiales, gestos, sonoridades, temporalidades y formas de pensar musicales a las que uno recurre y que constantemente explora. Un mundo sonoro está casi siempre en transición y se alimenta de un sinnúmero de influencias, experiencias, recuerdos, sueños. Hasta donde yo puedo ver, un mundo sonoro personal es, a la vez, colectivo, porque la gran mayoría de los sonidos que lo integran tienen comúnmente su origen en otro lugar, tiempo, persona, animal, fenómeno natural, aparato o entorno sonoro. Lo que nosotros creamos es una síntesis personal de esos sonidos, una especie de versión, de retrato sonoro del mundo que escuchamos. Normalmente, el acto de componer implica externar ese mundo sonoro, haciendo énfasis en su aspecto individual. Componer es presentar al mundo como yo lo escucho. Por el contrario, improvisar frecuentemente implica compartir tu mundo sonoro personal con los de otros músicos, que han pasado por procesos análogos al tuyo, y que, por lo tanto, tienen su propia versión sonora del mundo. El resultado en este caso es la creación de auténticos mundos sonoros colectivos. Improvisar es presentar al mundo como nosotros lo escuchamos en este momento y lugar. Un compositor compone regularmente muchas obras en su vida. La “obra” de un improvisador es su mundo sonoro personal, y trabaja en ella toda su vida. (¿Y qué ocurre en el caso de los músicos que hacemos ambas cosas?).
Retomo ahora el hilo de mi argumento. En la gran mayoría de las músicas, existe un diálogo permanente entre lo que está fijo y lo que no lo está. En este sentido, una diferencia importante entre culturas musicales estriba en la proporción de cosas que están y no están fijas. En mis talleres de improvisación y de música experimental, expongo esto dibujando una línea recta horizontal en el pizarrón. En un extremo, les digo a mis alumnos, tenemos la música más rigurosamente planeada que ustedes puedan imaginar (¿alguna obra de Brian Ferneyhough, quizá?); en el otro extremo, la improvisación más absolutamente libre, pongamos como ejemplo una sesión del legendario grupo de Vinko Globokar de la década de 1970, New Phonic Art. Entre un extremo y el otro de la línea hay, no obstante, una infinidad de puntos intermedios. Hay muchas maneras de fijar y no fijar cosas en la música, con muy distintas proporciones. Hay muchas maneras en las que la música escrita o mayormente planeada puede acercarse a la música improvisada y viceversa. Hasta donde yo he podido observar, sin embargo, lo más común es encontrarnos en algún punto no tan lejano de un extremo o del otro, y es menos frecuente estar más cerca del centro equidistante de la línea. Es decir, no parece tan fácil encontrar un verdadero punto intermedio entre composición e improvisación. Es a buscar y explorar esos posibles puntos intermedios a lo que he dedicado la parte más significativa de mi trabajo en los años recientes.
II
Por muchos años, busqué maneras de traer balance a mi práctica musical, de hacer convivir mi trabajo de intérprete con mis intereses por la improvisación y la composición. Muchos de mis primeros experimentos fueron fallidos, por supuesto (la mayoría lo siguen siendo). Todas las experiencias, sin embargo, fueron importantes para llegar a entender qué música quería hacer. La lista de músicas y músicos que han influido en mi práctica es demasiado larga para ser incluida aquí, y, además, se evidencia por sí misma. Una experiencia que me parece muy relevante señalar, no obstante, es mi encuentro con uno de mis héroes, el compositor, improvisador y multiinstrumentista norteamericano Roscoe Mitchell, con quien trabajé en una residencia en la Florida, en el año 2011. Fue a partir del encuentro con Roscoe que pude empezar a definir las herramientas que mejor sintetizaban las prácticas musicales que más me interesan, a saber, las posibles intersecciones entre composición, improvisación e interpretación. Fue en ese momento en que empecé a comprender que muchas de las estrategias de las que mi trabajo necesitaba abrevar no se encontraban en el mundo de la música de concierto, sino en otros que me han interesado por mucho tiempo, como el jazz o ciertas músicas tradicionales. Además, entendí de manera más clara que los procedimientos creativos de la música experimental eran los caminos más adecuados para la música que yo estaba buscando hacer. La barrera entre composición, improvisación e interpretación en mi práctica musical se hizo mucho más tenue, y, actualmente, existe sólo como un punto de referencia del camino recorrido. Por otro lado, los procesos de creación musical colectiva adquirieron mucho más peso en mi trabajo que los individuales.
En el verano de 2012, y gracias a una beca del gobierno mexicano, tuve la oportunidad de realizar una residencia artística en Grecia. Fue allí donde empecé a escribir el tipo de partituras que ahora escribo, si bien hay antecedentes de estrategias similares, acaso menos claras, desde por lo menos un par de años antes. Estando en Grecia, escribí una obra larga para tocarla yo mismo (cosa que no había hecho en muchos años), que se llama Ítaca, viaje para un flautista, y que, de muchas maneras, resume mi longevo interés por ese bello país del Mediterráneo Oriental. En esta partitura, propongo varias estrategias que se han convertido en los pilares de mi trabajo actual. Una de ellas es la que llamo “temporalidad móvil”, que simplemente significa el no establecer temporalidades fijas para las piezas, permitiendo que el intérprete encuentre por sí mismo la temporalidad con la que él o ella se sienta más cómodo y, a su juicio, haga fluir mejor la música. Cada intérprete debe buscar esta temporalidad como si se tratara del descubrimiento de una hipotética tradición oral de la pieza (claramente, tomé esta idea de muchas músicas tradicionales, en las que esto sucede por descontado). Otra estrategia importante es la que llamo “módulos de crecimiento”, que son núcleos de material musical, escritos en notación mayormente tradicional y que funcionan como punto de partida para improvisar. La idea de los módulos de crecimiento es que sean como las raíces de una planta que crece rápidamente. Los tallos, las hojas y los frutos de una planta no necesariamente se parecen a las raíces, pero sí emanan de ellas. Los módulos de crecimiento tienen la función que en una improvisación normal tendría la memoria del improvisador: informan, dan ideas de hacia dónde puede ir la música. Hay otras estrategias e ideas más en mis partituras recientes, y, como las ya descritas, todas están dirigidas a plantear una música fronteriza, que busque esos posibles puntos intermedios entre composición, improvisación e interpretación. Se pueden encontrar en ellas, por ejemplo, algunos elementos gráficos, teatrales, muchas sugerencias verbales, etc., alternando con notación más o menos tradicional. No es mi interés, sin embargo, ser aquí innecesariamente exhaustivo ni agotar la paciencia del lector, así que, habiendo descrito las estrategias que considero más importantes, dejo las partituras a disposición de quien quiera revisarlas a detalle.
III
No hace mucho tiempo, un estimado colega, el compositor y musicólogo Jorge David, describió estas piezas mías con atinada claridad, en ocasión de una charla en la que participamos ambos. “Willy”, me comentó, “lo que estás haciendo es escribir las piezas que quisieras que los compositores escribieran para ti, salvo que lo estás haciendo para otros intérpretes.” Creo que tiene razón, estas partituras-mapa están escritas en función del intérprete. Están pensadas para expandir, hacer brillar, fomentar la creatividad de un intérprete de nuestro tiempo (del nuestro y, a la vez, de todos los tiempos), un intérprete-improvisador que pueda imaginar, desde su propio mundo sonoro, conexiones infinitas con otros mundos sonoros, usando estas partituras-mapa como vehículo. En buena medida, estas piezas son el resultado del proceso (una vez más, fallido, por supuesto) de trasladar mis experiencias en la improvisación a la música escrita. Las cosas que encontré me entusiasman sobremanera. A partir de estas piezas, he tenido experiencias muy afortunadas de acercamiento al mundo sonoro de otros músicos, que han hecho de la modesta información que en ellas se contiene, un viaje verdaderamente gozoso. Algunas de las piezas pueden tener resultados muy diferentes en cada interpretación (otras no tanto), cosa que me interesa mucho lograr, pero, independientemente de ese factor, la experiencia siempre ha sido muy enriquecedora.
Para mí, tanto componer como improvisar implican compartir con los demás mi mundo sonoro personal, con la intención de lograr actos significativos de comunión humana a través de la práctica musical. Entiendo, pues, que todo mundo sonoro es esencialmente colectivo. Al escribir música, me veo más como un compositor-iniciador: alguien que tiene una idea, pero que necesita de los demás no sólo para llevarla a cabo, sino para completarla, darle vida (mis piezas no están “completas”, no “se sostienen por sí mismas”). De hecho, mis piezas más viejas tenían mucha información innecesaria, cosas que realmente yo no estaba escuchando. Mi imaginación musical, después lo descubrí, no es tan específica. Imagino sucesos musicales globales, flujos de energía sobre todo, que no describen tantos detalles en su comportamiento. Incluir tanta información era no sólo una inexactitud, sino una manera de impedir otros posibles comportamientos. Me di cuenta de que lo que yo escucho son las posibilidades de distintos comportamientos, y rara vez comportamientos específicos. La mía es una imaginación de improvisador-intérprete, pues. Me tomó mucho tiempo entender que lo que me interesaba era la posibilidad del fluir de la música, y no su control. La música, ya lo dijo Tom Corona, es sólo una metáfora de la vida. Y, si algo me interesa en la vida, es aprender a fluir.
IMPROVISAR, COMPONER, FLUIR
Wilfrido Terrazas
I
He sido músico por muchos años. Desde el principio me sentí atraído por el aura de misterio que, según yo, acompaña a todo acto musical. Como mi educación formal fue fundamentalmente de intérprete, improvisar y componer mantuvieron en mi percepción ese misterio intacto por mucho más tiempo (o quizá todavía lo tienen). No quiero decir que interpretar no tenga su propio misterio, pero, al menos para mí, interpretar siempre fue algo más natural y fácil de entender. De hecho, recientemente he comprendido que ser capaz de componer e improvisar ha ampliado mis habilidades de intérprete y me ha otorgado una creatividad que ciertamente puedo calificar de misteriosa, y que estoy seguro de no haber aprendido en la escuela.
Después de años de aprender, observar y practicar ambas, he llegado entender la composición y la improvisación de una manera muy sencilla. Considero que componer significa simplemente fijar cosas en la música. Todo aquello que quede fijo, es decir, que pueda repetirse o recordarse en una siguiente versión es para mí un acto de composición. En una feliz oposición complementaria, improvisar significa para mí hacer cosas que no estén fijas. Obviamente, esta idea representa una enorme y, quizá algo injusta, simplificación de una de las más complejas y ricas manifestaciones humanas. Sobra decir que hay muchos distintos niveles de “fijación” de materiales musicales. Con todo, esta manera de ver la composición y la improvisación me ha ayudado a clarificar mi propia búsqueda, es decir, me ayudó a entender qué música quería yo hacer.
Antes de proseguir, me gustaría hacer una breve digresión aquí para señalar otra manera en la que, a mi entender, composición e improvisación se relacionan frecuentemente. Después de cierto tiempo haciendo música, me parece que es inevitable llegar a integrar lo que llamo un mundo sonoro personal: un conglomerado de materiales, gestos, sonoridades, temporalidades y formas de pensar musicales a las que uno recurre y que constantemente explora. Un mundo sonoro está casi siempre en transición y se alimenta de un sinnúmero de influencias, experiencias, recuerdos, sueños. Hasta donde yo puedo ver, un mundo sonoro personal es, a la vez, colectivo, porque la gran mayoría de los sonidos que lo integran tienen comúnmente su origen en otro lugar, tiempo, persona, animal, fenómeno natural, aparato o entorno sonoro. Lo que nosotros creamos es una síntesis personal de esos sonidos, una especie de versión, de retrato sonoro del mundo que escuchamos. Normalmente, el acto de componer implica externar ese mundo sonoro, haciendo énfasis en su aspecto individual. Componer es presentar al mundo como yo lo escucho. Por el contrario, improvisar frecuentemente implica compartir tu mundo sonoro personal con los de otros músicos, que han pasado por procesos análogos al tuyo, y que, por lo tanto, tienen su propia versión sonora del mundo. El resultado en este caso es la creación de auténticos mundos sonoros colectivos. Improvisar es presentar al mundo como nosotros lo escuchamos en este momento y lugar. Un compositor compone regularmente muchas obras en su vida. La “obra” de un improvisador es su mundo sonoro personal, y trabaja en ella toda su vida. (¿Y qué ocurre en el caso de los músicos que hacemos ambas cosas?).
Retomo ahora el hilo de mi argumento. En la gran mayoría de las músicas, existe un diálogo permanente entre lo que está fijo y lo que no lo está. En este sentido, una diferencia importante entre culturas musicales estriba en la proporción de cosas que están y no están fijas. En mis talleres de improvisación y de música experimental, expongo esto dibujando una línea recta horizontal en el pizarrón. En un extremo, les digo a mis alumnos, tenemos la música más rigurosamente planeada que ustedes puedan imaginar (¿alguna obra de Brian Ferneyhough, quizá?); en el otro extremo, la improvisación más absolutamente libre, pongamos como ejemplo una sesión del legendario grupo de Vinko Globokar de la década de 1970, New Phonic Art. Entre un extremo y el otro de la línea hay, no obstante, una infinidad de puntos intermedios. Hay muchas maneras de fijar y no fijar cosas en la música, con muy distintas proporciones. Hay muchas maneras en las que la música escrita o mayormente planeada puede acercarse a la música improvisada y viceversa. Hasta donde yo he podido observar, sin embargo, lo más común es encontrarnos en algún punto no tan lejano de un extremo o del otro, y es menos frecuente estar más cerca del centro equidistante de la línea. Es decir, no parece tan fácil encontrar un verdadero punto intermedio entre composición e improvisación. Es a buscar y explorar esos posibles puntos intermedios a lo que he dedicado la parte más significativa de mi trabajo en los años recientes.
II
Por muchos años, busqué maneras de traer balance a mi práctica musical, de hacer convivir mi trabajo de intérprete con mis intereses por la improvisación y la composición. Muchos de mis primeros experimentos fueron fallidos, por supuesto (la mayoría lo siguen siendo). Todas las experiencias, sin embargo, fueron importantes para llegar a entender qué música quería hacer. La lista de músicas y músicos que han influido en mi práctica es demasiado larga para ser incluida aquí, y, además, se evidencia por sí misma. Una experiencia que me parece muy relevante señalar, no obstante, es mi encuentro con uno de mis héroes, el compositor, improvisador y multiinstrumentista norteamericano Roscoe Mitchell, con quien trabajé en una residencia en la Florida, en el año 2011. Fue a partir del encuentro con Roscoe que pude empezar a definir las herramientas que mejor sintetizaban las prácticas musicales que más me interesan, a saber, las posibles intersecciones entre composición, improvisación e interpretación. Fue en ese momento en que empecé a comprender que muchas de las estrategias de las que mi trabajo necesitaba abrevar no se encontraban en el mundo de la música de concierto, sino en otros que me han interesado por mucho tiempo, como el jazz o ciertas músicas tradicionales. Además, entendí de manera más clara que los procedimientos creativos de la música experimental eran los caminos más adecuados para la música que yo estaba buscando hacer. La barrera entre composición, improvisación e interpretación en mi práctica musical se hizo mucho más tenue, y, actualmente, existe sólo como un punto de referencia del camino recorrido. Por otro lado, los procesos de creación musical colectiva adquirieron mucho más peso en mi trabajo que los individuales.
En el verano de 2012, y gracias a una beca del gobierno mexicano, tuve la oportunidad de realizar una residencia artística en Grecia. Fue allí donde empecé a escribir el tipo de partituras que ahora escribo, si bien hay antecedentes de estrategias similares, acaso menos claras, desde por lo menos un par de años antes. Estando en Grecia, escribí una obra larga para tocarla yo mismo (cosa que no había hecho en muchos años), que se llama Ítaca, viaje para un flautista, y que, de muchas maneras, resume mi longevo interés por ese bello país del Mediterráneo Oriental. En esta partitura, propongo varias estrategias que se han convertido en los pilares de mi trabajo actual. Una de ellas es la que llamo “temporalidad móvil”, que simplemente significa el no establecer temporalidades fijas para las piezas, permitiendo que el intérprete encuentre por sí mismo la temporalidad con la que él o ella se sienta más cómodo y, a su juicio, haga fluir mejor la música. Cada intérprete debe buscar esta temporalidad como si se tratara del descubrimiento de una hipotética tradición oral de la pieza (claramente, tomé esta idea de muchas músicas tradicionales, en las que esto sucede por descontado). Otra estrategia importante es la que llamo “módulos de crecimiento”, que son núcleos de material musical, escritos en notación mayormente tradicional y que funcionan como punto de partida para improvisar. La idea de los módulos de crecimiento es que sean como las raíces de una planta que crece rápidamente. Los tallos, las hojas y los frutos de una planta no necesariamente se parecen a las raíces, pero sí emanan de ellas. Los módulos de crecimiento tienen la función que en una improvisación normal tendría la memoria del improvisador: informan, dan ideas de hacia dónde puede ir la música. Hay otras estrategias e ideas más en mis partituras recientes, y, como las ya descritas, todas están dirigidas a plantear una música fronteriza, que busque esos posibles puntos intermedios entre composición, improvisación e interpretación. Se pueden encontrar en ellas, por ejemplo, algunos elementos gráficos, teatrales, muchas sugerencias verbales, etc., alternando con notación más o menos tradicional. No es mi interés, sin embargo, ser aquí innecesariamente exhaustivo ni agotar la paciencia del lector, así que, habiendo descrito las estrategias que considero más importantes, dejo las partituras a disposición de quien quiera revisarlas a detalle.
III
No hace mucho tiempo, un estimado colega, el compositor y musicólogo Jorge David, describió estas piezas mías con atinada claridad, en ocasión de una charla en la que participamos ambos. “Willy”, me comentó, “lo que estás haciendo es escribir las piezas que quisieras que los compositores escribieran para ti, salvo que lo estás haciendo para otros intérpretes.” Creo que tiene razón, estas partituras-mapa están escritas en función del intérprete. Están pensadas para expandir, hacer brillar, fomentar la creatividad de un intérprete de nuestro tiempo (del nuestro y, a la vez, de todos los tiempos), un intérprete-improvisador que pueda imaginar, desde su propio mundo sonoro, conexiones infinitas con otros mundos sonoros, usando estas partituras-mapa como vehículo. En buena medida, estas piezas son el resultado del proceso (una vez más, fallido, por supuesto) de trasladar mis experiencias en la improvisación a la música escrita. Las cosas que encontré me entusiasman sobremanera. A partir de estas piezas, he tenido experiencias muy afortunadas de acercamiento al mundo sonoro de otros músicos, que han hecho de la modesta información que en ellas se contiene, un viaje verdaderamente gozoso. Algunas de las piezas pueden tener resultados muy diferentes en cada interpretación (otras no tanto), cosa que me interesa mucho lograr, pero, independientemente de ese factor, la experiencia siempre ha sido muy enriquecedora.
Para mí, tanto componer como improvisar implican compartir con los demás mi mundo sonoro personal, con la intención de lograr actos significativos de comunión humana a través de la práctica musical. Entiendo, pues, que todo mundo sonoro es esencialmente colectivo. Al escribir música, me veo más como un compositor-iniciador: alguien que tiene una idea, pero que necesita de los demás no sólo para llevarla a cabo, sino para completarla, darle vida (mis piezas no están “completas”, no “se sostienen por sí mismas”). De hecho, mis piezas más viejas tenían mucha información innecesaria, cosas que realmente yo no estaba escuchando. Mi imaginación musical, después lo descubrí, no es tan específica. Imagino sucesos musicales globales, flujos de energía sobre todo, que no describen tantos detalles en su comportamiento. Incluir tanta información era no sólo una inexactitud, sino una manera de impedir otros posibles comportamientos. Me di cuenta de que lo que yo escucho son las posibilidades de distintos comportamientos, y rara vez comportamientos específicos. La mía es una imaginación de improvisador-intérprete, pues. Me tomó mucho tiempo entender que lo que me interesaba era la posibilidad del fluir de la música, y no su control. La música, ya lo dijo Tom Corona, es sólo una metáfora de la vida. Y, si algo me interesa en la vida, es aprender a fluir.